Sobre el viejo y la mar de Ernest Hemingway

Es la primera vez que leo a Hemingway, leí sobre él, lo han mencionado algunos autores, a favor y en contra de sus publicaciones. Tuve interés de conocer, de tener un primer acercamiento a sus redacciones. Elegí el título “el viejo y la mar”, simplemente porque tienen pocas hojas; un cuento, podría decir.

Más allá de la historia y sus momentos, lo que más me gusto del relato, es el contraste y los puntos comunes entre el viejo y el joven. Un muchacho que depende de sus padres, que tiene la obligación de obedecerles, a tal grado que eligen su empleo. Le obligaron a abandonar el trabajo donde se sentía parte de una familia: al lado del viejo, por otra parte, también lo coaccionaron a laborar donde, desde el punto de vista de ellos, le conviene económicamente.

Esta descripción todavía es válida, la observo en mi comunidad, la veo manifestarse en las personas a mi alrededor, la mayoría (para no decir que todos). Quieren lo mejor (según ellos), que sus hijos estudien y se destaquen, para que el día de mañana consigan empleo bien remunerado. Pocos son lo que se interesan en la felicidad del niño, de los hijos, o mejor dicho, creen que un buen salario les dará felicidad a sus hijos. Pensamiento contradictorio, dado que se ven rostros amargados rumbo a su trabajo. El niño, a pesar de cambiar de circunstancia, nunca abandona al viejo, amigo suyo, maestro, al que le quiere y brinda su apoyo. Su solidaridad es un síntoma del deseo de independencia.

El viejo por otra parte, lucha por mantenerse independiente, para ganarse la vida. Quiere sobrevivir y nada más. Aunque se da cuenta, que los años le han pasado factura, y su autonomía se esfuma como la espuma del mar. No obstante, él es el ejemplo de las personas que creen, que confían, que desean ser libres, hacer lo que la voluntad los impulsa sin importar el costo. Sus cercanos, lo tildan de loco, una forma de excluirlo, de rechazar sus decisiones, poco entendidas, etiquetadas con el color de la demencia.

Mientras que el muchacho, entendido posiblemente como la juventud, tiene fe, entusiasmo y cree en el viejo. Ambos tienen confianza en su creencia. El niño se contagia de esa tenacidad, de la decisión de vivir la vida (aunque muchos no le llamarían así, debido a la carencia no sólo monetaria del viejo), de vivir su sueño, eso es, el sueño de ser como se desea ser. En algún momento, muchos deseamos eso, vivir como deseamos, aunque no conozcamos cómo. Al final ¿quién sabe?

Para mí, el viejo representa, la voluntad de ser, o de querer ser, para precisar. Su espera calmada, casi resignada de ir al mar todos los días a pescar sin resultados, un lugar donde nadie quiere estar, con la esperanza de encontrar el gran pez, de llenarse de suerte y lograr el éxito. ¿No se busca el éxito en la actualidad? El viejo muestra confianza con sus actos, que algún día lo conseguirá, aunque no lo haya logrado.

Así es en la vida, normalmente alcanzar nuestros sueños, realizarnos como persona, es un camino que recorremos con frecuencia solos, lejos de los demás, y todavía más distancia con aquellos que comprenden nada. Y por azares del destino, de repente llega la suerte, porque al igual que Ernest, sé que además de dedicación, trabajo, paciencia y constancia, existen momentos decisivos, momentos inexplicables, que solemos llamarlos suerte. Sin suerte, sin alguna suerte, no podríamos llegar a donde queremos, al lugar de realización.

El viejo esperó, esperó, esperó, hasta que la suerte lo acarició, entendió el mensaje, sabía que había encontrado al deseado gran pez, uno grande, aunque todavía no lo veía. Sabía que ese pez era grande, muy grande como nunca había visto en todos sus años de experiencia en mar. Sólo siguió su corazonada. Empezó su Odisea, una lucha en principio contra algo que no había visto pero que sabía que era real.

Continúo con su paciencia, esperando, esperando como otros tantos años desde su juventud, hasta ahora que la carne está gastada, y las fuerzas menguantes. El gran pez lo arrastró. Y él se dejó arrastrar, hacia ningún lado, a un rumbo desconocido. En la vida sucede de la misma forma, tenemos cierta confianza que vamos a algún lugar, y realmente no sospechamos, o no queremos ver que la vida tiene sus rumbos, y funciona de mil maneras inimaginables. Hay que elegir entre dejarnos arrastrar por esas corazonadas, o quedarnos inmóviles.

El viejo dentro de su pequeña lancha de pesca, se adentró en el mar, en ese momento apaciguado, arrastrado por el pez. Considerando su experiencia en la pesca, no dejaba correr el cordel de un jalón, como tampoco lo apretaba, ni aflojaba. Entiendo que conocía los secretos de la serenidad, sabía que solamente se requiere mantenerse firme, ser persistente sin forzar, presente sin abandonar. Lo hizo de esta forma, con la paciencia que lo caracterizaba, esperó, y siguió esperando hasta que el pez por fin tiro del anzuelo, indicando que no era un pez pequeño, la esperanza del viejo rindió frutos. Confirmó su corazonada. Ahora más, se dispuso llegar hasta el final.

En la travesía hacia la nada, las circunstancias empujaban al viejo a cambiar, en ocasiones, de opinión: el hambre, la comida escasa, fría incluso desagradable y el esfuerzo para conseguirla, lo acorralaban. Necesitó, además de una gran fuerza de voluntad para soportar dolor (soledad, inquietud, falta de sueño): confianza en que lo lograría. No obstante, se desató dentro de sí una lucha grande en lo más profundo de su ser, lucha más grande que el pez, que después sabrá que es más más grande que el bote, luchó contra sus propias quejas, sus propias réplicas: “si el muchacho estuviera aquí me ayudaría”, “si fuera más joven que antes”, “si tuviera un bote más grande”; no cesaba ese diálogo interno, al final logró apaciguarlo. No hubiese soportado tanto, si no fuera por esa primera vez en que el pez se asomó mostrando su grandeza. Misma que anhelaba alcanzar.

La paciencia fue su gran aliado, después de varios días, logró vencer al gran pez, lo cazó, era momento de llevarse el premio, y a esa edad no fue nada fácil, como él lo dijo, si el muchacho estuviera, aún así nos costaría trabajo. Su determinación a morir en el intento le dio las fuerzas que necesitó. De tal forma logró atar el gran pez al bote de pesca. Emprendió su regreso, uno lleno de nuevas esperanzas, de sueños, cumpliría sus deseos más profundos, alimentaría a muchas familias, le pagarían bastante dinero, los números no los dominaba y sabía que era mucho, ganaría el reconocimiento de tan magnánima hazaña. Meditabundo en su ensoñación retornaba, y el camino le pareció más lejos que sus esperanzas.

No sospechó que la pelea continuaría, ahora que ha vencido al gran pez, hay que conservarlo, y esto no es nada sencillo. Como en la vida, todos quieren un pedazo del pastel. Los tiburones siguiendo el pequeño lazo de sangre dejado en el inmenso mar, lo asaltaron una y otra vez hasta que le arrancaron todas sus esperanzas como la carne devorada… Pese a su lucha, su suerte se había agotado. Perdió su gran pez, rotos sus sueños, perdidos sus artefactos de trabajo y con gran esfuerzo llegó a su casa, fatigado. Un Ulises arribando a su amada Ítaca.

Sólo lo esperaba el muchacho que sentía gran aprecio por el anciano. Y como oros días visitó su cabaña, al fin lo encontró, dormido, desfallecido… Las personas vieron el esqueleto de aquello que había sido un gran pez, y le reconocieron su hazaña. Al viejo nada de esto le importaba ahora, sólo quería descansar y quizás volver a intentarlo… Por otro lado, el muchacho decidió independizarse, regresar con el viejo, que le había mostrado el camino, que alcanzo su sueño, la determinación de haberlo intentado. Ahora ambos se necesitaban.

Más allá de la historia y sus momentos, lo que más me gusto del relato, es el contraste y los puntos comunes entre el viejo y el joven. Un muchacho que depende de sus padres, que tiene la obligación de obedecerles, a tal grado que eligen su empleo. Le obligaron a abandonar el trabajo donde se sentía parte de una familia: al lado del viejo, por otra parte, también lo coaccionaron a laborar donde, desde el punto de vista de ellos, le conviene económicamente.

Esta descripción todavía es válida, la observo en mi comunidad, la veo manifestarse en las personas a mi alrededor, la mayoría (para no decir que todos). Quieren lo mejor (según ellos), que sus hijos estudien y se destaquen, para que el día de mañana consigan empleo bien remunerado. Pocos son lo que se interesan en la felicidad del niño, de los hijos, o mejor dicho, creen que un buen salario les dará felicidad a sus hijos. Pensamiento contradictorio, dado que se ven rostros amargados rumbo a su trabajo. El niño, a pesar de cambiar de circunstancia, nunca abandona al viejo, amigo suyo, maestro, al que le quiere y brinda su apoyo. Su solidaridad es un síntoma del deseo de independencia.

El viejo por otra parte, lucha por mantenerse independiente, para ganarse la vida. Quiere sobrevivir y nada más. Aunque se da cuenta, que los años le han pasado factura, y su autonomía se esfuma como la espuma del mar. No obstante, él es el ejemplo de las personas que creen, que confían, que desean ser libres, hacer lo que la voluntad los impulsa sin importar el costo. Sus cercanos, lo tildan de loco, una forma de excluirlo, de rechazar sus decisiones, poco entendidas, etiquetadas con el color de la demencia.

Mientras que el muchacho, entendida posiblemente como la juventud, tiene fe, entusiasmo y cree en el viejo. Ambos tienen confianza en su creencia. El niño se contagia de esa tenacidad, de la decisión de vivir la vida (aunque muchos no le llamarían así, debido la carencia no sólo monetaria del viejo), de vivir su sueño, eso es, el sueño de ser como se desea ser. En algún momento, muchos deseamos eso, vivir como deseamos, aunque no conozcamos cómo. Al final ¿quién sabe?

Para mí, el viejo representa, la voluntad de ser, o de querer ser, para precisar. Su espera calmada, casi resignada de ir al mar todos los días a pescar sin resultados, un lugar donde nadie quiere estar, con la esperanza de encontrar el gran pez, de llenarse de suerte y lograr el éxito. ¿No se busca el éxito en la actualidad? El viejo muestra confianza con sus actos, que algún día lo conseguirá, aunque no lo haya logrado.

Así es en la vida, normalmente alcanzar nuestros sueños, realizarnos como personas, es un camino que recorremos con frecuencia solos, lejos de los demás, y todavía más distancia con aquellos que comprenden nada. Y por azares del destino, de repente llega la suerte, porque al igual que Ernest, sé que además de dedicación, trabajo, paciencia y constancia, existen momentos decisivos, momentos inexplicables, que solemos llamarlos suerte. Sin suerte, sin alguna suerte, no podríamos llegar a donde queremos, al lugar de realización.

El viejo esperó, esperó, esperó, hasta que la suerte lo acaricio, entendió el mensaje, sabía que había encontrado al deseado gran pez, uno grande, aunque todavía no lo veía. Sabía que ese pez era grande, muy grande como nunca había visto en todos sus años de experiencia en mar. Sólo siguió su corazonada. Empezó su Odisea, una lucha en principio contra algo que no había visto pero que sabía que era real.

Continúo con su paciencia, esperando, esperando como otros tantos años desde su juventud, hasta ahora que la carne está gastada, y las fuerzas menguantes. El gran pez lo arrastró. Y él se dejo arrastrar, hacia un ningún lado, a un rumbo desconocido. En la vida sucede de la misma forma, tenemos cierta confianza que vamos a algún lugar, y realmente no sospechamos, o no queremos ver que la vida tiene sus rumbos, y funciona de mil maneras inimaginables. Hay que elegir entre dejarnos arrastrar por esas corazonadas, o quedarnos inmóviles.

El viejo dentro de su pequeña lancha de pesca, se adentró en el mar, en ese momento apaciguado, arrastrado por el pez. Considerando su experiencia en la pesca, no dejaba correr el cordel de un jalón, como tampoco lo apretaba, ni aflojaba. Entiendo que conocía los secretos de la serenidad, sabía que solamente se requiere mantenerse firme, ser persistente sin forzar, presente sin abandonar. Lo hizo de esta forma, con la paciencia que lo caracterizaba esperó, y siguió esperando hasta que el pez por fin tiro del anzuelo, indicando que no era un pez pequeño, la esperanza del viejo rindió frutos. Confirmo su corazonada. Ahora más, se dispuso llegar hasta el final.

En la travesía hacia la nada, las circunstancias empujaban al viejo a cambiar, en ocasiones, de opinión: el hambre, la comida escasa, fría incluso desagradable y el esfuerzo para conseguirla, lo acorralaban. Necesitó, además de una gran fuerza de voluntad para soportar dolor (soledad, inquietud, falta de sueño): confianza en que lo lograría. No obstante, se desató dentro de sí una lucha grande en lo más profundo de su ser, lucha más grande que el pez, que después sabrá que es más más grande que el bote, luchó contra sus propias quejas, sus propias réplicas: “si el muchacho estuviera aquí me ayudaría”, “si fuera más joven que antes”, “si tuviera un bote más grande”; no cesaba ese diálogo interno, al final logró apaciguarlo. No hubiese soportado tanto, si no fuera por esa primera vez en que el pez se asomó mostrando su grandeza. Misma que anhelaba alcanzar.

La paciencia fue su gran aliado, después de varios días, logró vencer al gran pez, lo cazó, era momento de llevarse el premio, y a esa edad no fue nada fácil, como él lo dijo, si el muchacho estuviera, aún así nos costaría trabajo. Su determinación a morir en el intento le dio las fuerzas que necesitó. De tal forma logró atar el gran pez al bote de pesca. Emprendió su regreso, uno lleno de nuevas esperanzas, de sueños, cumpliría sus deseos más profundos, alimentaría a muchas familias, le pagarían bastante dinero, los números no los dominaba y sabía que era mucho, ganaría el reconocimiento de tan magnánima hazaña. Meditabundo en su ensoñación retornaba, y el camino le pareció más lejos que sus esperanzas.

No sospecho que la pelea continuaría, ahora que ha vencido al gran pez, hay que conservarlo, y esto no es nada sencillo. Como en la vida, todos quieren un pedazo del pastel. Los tiburones siguiendo el pequeño lazo de sangre dejado en el inmenso mar, lo asaltaron una y otra vez hasta que le arrancaron todas sus esperanzas como la carne devorada… Pese a su lucha, su suerte se había agotado. Perdió su gran pez, rotos sus sueños, perdidos sus artefactos de trabajo y con gran esfuerzo llegó a su casa, fatigado. Un Ulises arribando a su amada Ítaca.

Sólo lo esperaba el muchacho que sentía gran aprecio por el anciano. Y como otros días visitó su cabaña, al fin lo encontró, dormido, desfallecido… Las personas vieron el esqueleto de aquello que había sido un gran pez, y le reconocieron su hazaña. Al viejo nada de esto le importaba ahora, sólo quería descansar y quizás volver a intentarlo… Por otro lado, el muchacho decidió independizarse, regresar con el viejo, que le había mostrado el camino, que alcanzó su sueño y que su locura era una idea incomprendida. La determinación de haberlo intentado fue contagiosa. Ahora ambos se necesitaban.

Fotografía: Quang Nguyen Vinh en Pexels

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